Es como resbalarse queriendo. Sabes que te arriesgas a un batacazo, y eso te excita. Cuanto mayor es el riesgo, mayor el desasosiego, el nerviosismo, la agitación. Adelante, te dejas caer y uuuuuuhaaaaaaa, te ves arrastrado.

Echándote por una pendiente, deslizándote sobre la nieve o dejándote llevar por una ola, retas las leyes físicas y tus propios límites perdiendo el control, quizá sin perderlo del todo. Y no lo haces con el fin de ahorrar esfuerzos, para desplazarte o por llegar antes a algún sitio, sino por puro disfrute.

Son unos pocos segundos en los que te abandonas, sientes éxtasis, gozo, alegría, y pierdes la autoconsciencia. Por eso te ayuda a eliminar el estrés.

El gusto por deslizarse es muy animal. Sentimos una atracción brutal, irracional, a ese placer más o menos grande y más o menos peligroso, por  la adrenalina, la dopamina, las sensaciones que nos aporta.

Dicen que todos los mamíferos juegan, y muchos estamos enganchados a ese excitante desliz físico. Es algo instintivo, que no parece precisamente contribuir a la conservación de la vida, pero que –paradójicamente por eso mismo– hace que nos sintamos más vivos, más intensamente vivos.

Es muy animal, muy básico, muy de animales, como tú.

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