«¿Qué es lo que tiene el surf para que esos estén ahí metidos chupando frío?…». Me lo preguntó con verdadera curiosidad, hasta con cierta fascinación.

Hacía frío, pero frío de verdad. El fuerte viento del norte no daba tregua y, además, llovía hasta de costado. Estaba muy desagradable, hacía el tiempo perfecto para quedarse en casa, no andaba nadie en la calle y había siete surfers en el agua.

Pensé por unos segundos que alguno entraría simplemente para darse un baño de salitre y sentirse vivo. Llevaría toda la semana currando sin poder surfear y necesitaba despejar la mente y olvidar problemas. Otro decidiría entrar solo porque no tenía un plan mejor para la tarde y prefería hacer algo de ejercicio antes que amodorrarse en el sofá. El tercero anhelaba un par de olas, un par de giros, un pequeño chute de adrenalina para ir después a cenar como nuevo. Ella fue a romper con los agobios terrenales, necesitaba salitre por sus venas, refrescar su piel y su alma. El sexto quería estrenar su traje nuevo, además no sabe qué hacer si los bares están cerrados. El otro…

De repente, interrumpió mis elucubraciones: «Si me está pareciendo una locura este paseo, ¡¿cómo no voy a alucinar con esos metidos entre las olas?!».

Le mencioné un fragmento de mi libro, de cuando chaval: «Cuando entraba en casa con los labios morados, mis padres siempre me decían `¡Algo tendrá el surf, sí, para que vosotros andéis así!…´».

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